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El barrio en la memoria

Mauricio Rosencof: “El barrio también es una universidad”

Entre memorias del barrio, la cárcel y la escritura, Rosencof habla con Info24 de ‘Un barrio llamado Rosencof’, el libro que narra su vida. Me encontré con cosas que no sabía que yo había hecho, dice.

En su casa de Malvín, el escritor, dramaturgo y referente político Mauricio Rosencof habla con Info24 como si caminara por las calles de su infancia. Lo hace a propósito del libro ‘Un barrio llamado Rosencof’, de Joaquín Doldán, una biografía novelada que, según él, lo sorprendió: “Agarré el libro y me encontré con cosas que no sabía que yo había hecho, ¿te das cuenta? Así que es una biografía muy seria”. El texto repasa las múltiples facetas del ‘Ruso’: “El hijo, el judío, el enamorado, el bohemio, el periodista, el dramaturgo, el revolucionario, el político, el escritor”.

El título remite a Palermo, su barrio natal. Allí, como él cuenta, “abrías la puerta y salías a la vereda a jugar y las pibas hacían una rayuela y se rompían las rodillas cayéndose tratando de llegar al paraíso” y reflexiona: “¿Te das cuenta? ¿Querés algo más filosófico y metafísico que eso? Querían llegar al paraíso saltando con una piedrita y en una pata”. Esa infancia entre casas de inquilinato, vecinos entrañables y juegos con pelotas de trapo y diarios —“porque las pelotas de goma no habían salido todavía”— dejó una marca imborrable. “El barrio también es una universidad. Ahí los primeros pasos, la adolescencia, te marca el barrio”, dice.

Rosencof recuerda que fue en una de esas casas que escuchó, por primera vez, “la palabra” que lo “impactó desde el punto de vista político”: “Estás hecho un burgués”. Esa sentencia vino de Ramón Lescano, obrero de la construcción y vecino, tras verlo herido y bien atendido luego de un accidente con un tranvía. “Eso de burgués me quedó”, manifiesta Rosencof.

Las memorias del barrio son también sociales y políticas y, en este sentido, el escritor señala que la convivencia se ha perdido con los años. “La socialización que había en los barrios se pudre con la construcción de los edificios”, considera y añade que ahora “hay unos canteros formidables” y “mujeres paseando al perro”, pero lamenta: “no ves gurises jugando al fútbol: están en el cuarto con la computadora”.

La conversación vuelve siempre a la idea de la memoria como resistencia: “Todo pasa por la cabeza. Pero si no lo dejás [escrito], no queda”. Entre recuerdos de su hermano Leonel —“lo trajeron a los cinco años de Polonia y murió a los 14, quedé sin hermano”— y las anécdotas de su tiempo en la cárcel, surge el oficio de narrar como forma de rescate: “Tengo escritos más de 40 libros. ¿A quién le habré copiado?”, bromea.

Rosencof cuenta cómo, durante sus años preso —cuando “no tenía papel, no tenía lápiz, no tenía un corno, no tenía luz, no tenía comida”— escribió “una carta de amor que sedujo a la contraparte, un guardián” en unas hojillas de tabaco. También rescata historias del arroyo perdido, de escultores del barrio, de personajes anónimos que plantaban maíz en un baldío o calentaban la lonja de los tambores. “No me hables porque te entro a repicar acá y me despiden”, advierte con una sonrisa.

Finalmente, rescata la sabiduría de un viejo gallego del barrio, refugiado de la Guerra Civil española, que una tarde, al hablar de cosechas robadas, le dijo: “Siempre es mejor cosechero aquel que planta”. Rosencof se ríe y concluye: “Eso se lo firmás a Sócrates y le ponés una fecha en griego y ‘recogido por Platón’, y [dirían]: 'Estos griegos, ¡qué lo parió!'. Pero fue el gallego”.